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sábado, 2 de marzo de 2013

Ciencia blanda, ficción dura



Un buen amigo, de esos a los que se les perdonan los arranques de filosofía a partir de la tercera cerveza, me dijo que la sociedad es, en su mayoría, minoritaria. No sé si la acuñaría él o si sería una cita que no capté, pero en cualquier caso qué rabia que una frase así no se me ocurriera a mí. Salvo para un par de grupúsculos que nunca cambiarán, y tras superar ese instinto organizador que tan incrustado está en la biología de nuestras mentes, resulta reconfortante pensar en el conjunto humano como un grupo de minorías en convivencia, un... me morderé la lengua y evitaré usar la palabra crisol; mejor repito lo mismo: las minorías son mayoría.

Si esto puede parecer cierto en campos como la política, la sociedad o la cultura, no lo es menos cuando se trata de los géneros, en este caso literarios. Y es que la minoría, después de todo y como invento humano que es, resulta estar subordinada a esa mente organizadora tan nuestra, y el esquema en que se organiza tiene forma fractal.

Si lo analizamos, podemos partir por ejemplo del mecanismo del lenguaje, el medio de la escritura, y si seguimos aumentando la escala y escogiendo entre las distintas ramas nos encontramos con la literatura, de la cual la narrativa, y así la ficción, el género (pan)fantástico, y el de ciencia ficción. Y cuantos más aumentos aplicamos, más minorías hay, y con más ahínco se trazan unas fronteras ya difusas por la óptica de la lente: ciencia ficción blanda o social, biopunk, space western... La paradoja reside en que, para que las minorías existan, la lógica organizativa debe mandar. Y uno de los principios más básicos de la agrupación es el siguiente: para pertenecer a un grupo, debes compartir sus atributos característicos.

Podemos coger cualquier western y trasladar a nuestro llanero solitario a Marte; podemos cambiar a los pieles rojas por pieles verdes,  al séptimo de caballería por la legión espacial, y llamarlo space western. Si consideramos que esto es ciencia ficción, sin embargo, estaremos diciendo que por transcurrir en el espacio, esta novela pertenece a la ciencia ficción. Es decir, que las novelas de ciencia ficción son aquellas que transcurren en el espacio. Un poco limitado, ¿no? Y más ahora que la colonización espacial lleva décadas siendo una realidad. ¿Es Apolo 13 un film de ciencia ficción, o un thriller histórico? Decir que una novela de vaqueros espaciales es de ciencia ficción es como decir, con perdón, que nos estamos meando en todo un género con siglos (si me preguntan a mí, diré que faltan cinco años para que se cumplan los doscientos años) de trayectoria.

¡Al loro, que no estamos tan mal!: que nadie se confunda; hay mucho space western (y muy bueno), que entra perfectamente en el género de la ciencia ficción, como es el caso de la serie Firefly o del manga Trigun. Pero también hay mucha ficción considerada como ciencia ficción que, sencillamente, no cumple los requisitos. 

Pero es normal que se dé este desconocimiento. Después de todo, ¿cuáles son los requisitos? O, por decirlo de otro modo:


¿A qué podemos llamar ciencia ficción? 
Hagamos un pequeño ejercicio de contextualización.

Mary había oído a su marido y al doctor Polidori hablar acerca de las investigaciones de Luigi Galvani y Erasmus Darwin, quienes teorizaban sobre el uso de la electricidad como catalizador en la reanimación de la carne muerta, y habían conseguido inducir movimientos en cadáveres mediante la correcta aplicación de impulsos eléctricos. 

Isaac había crecido rodeado de las revistas de la tienda de su padre, las cuales tenía que leer con cuidado para que después pudiesen ser vendidas. En ellas los robots eran seres despiadados, y el futuro era un lugar desolado y apocalíptico. Él, por otro lado, pensaba que la ciencia estaba abocada a traer un nuevo mundo lleno de maravillas para la sociedad.

Philip se encontraba en constante estado de alerta. Su tratamiento con pentotal sódico no justificaba aquellas visiones, y el colgante en el cuello de aquella mensajera, mostrando el símbolo del pez cristiano y la mística vestica piscis, se le antojaba como el catalizador de su nuevo estado de percepción. Dudaba de su salud mental, es cierto, pero al mismo tiempo debía creer como cierta su doble vida como cristiano perseguido durante el siglo primero, así como las comunicaciones con V.A.L.I.S., el ente extraterrestre super inteligente.

Mary Shelley trasladó su curiosidad y sobrecogimiento a su novela Frankenstein, elucubrando sobre ese avance tecnológico y adelantándose a conclusiones que todavía no se habían asentado: ¿funciona el cuerpo en base a estímulos eléctricos? Además, incorporó un importante fondo moral: ¿Puede el hombre crear vida sin atentar contra la propia naturaleza de esta? 

Isaac Asimov dotó a la mayoría de sus obras de un intenso positivismo. ¿Por qué debería ser un robot una criatura diabólica, un enemigo? ¿Acaso no podrían ser ayudantes funcionales y amigables? Y, dado el caso, ¿qué les diferenciaría de los humanos? También vio con buenos ojos la polémica energía nuclear, y más tarde se interesaría (entre infinidad de otros temas) por un futuro en el que la energía pudiese ser un bien inagotable. 
   
Philip K. Dick pobló sus escritos con personajes paranoicos, tramas de destinos inciertos y una realidad con fronteras, cuando menos, difusas. ¿Hasta qué punto hay semejanza entre el mundo que nos rodea y la imagen que nosotros percibimos de él?
 
Como ellos tres, cualquier escritor de ciencia ficción se caracteriza por llevar sus inquietudes a la ficción. Puede ser una inquietud nacida de un gran avance científico (la nanotecnología, nanocitos, el apocalipsis teorizado en forma de grey goo), o la exposición de una teoría propia del autor (Asimov en La Fundación propone utilizar la física de gases para estudiar la conducta de la superpoblada sociedad del imperio galáctico), lo que podríamos llamar ciencia ficción dura. También puede ser que esa inquietud la origine un sentimiento político o de malestar social (1984, de George Orwell, o Un Mundo Feliz, de Aldous Huxley), en cuyo caso hablaríamos de la ciencia ficción blanda o social, que nace de las ciencias humanísticas como la filosofía, la psicología, la antropología, la historia, etc. etc. Y no hay que olvidar el componente distópico, que también caracteriza a estas dos últimas, en que se teoriza con un futuro disfuncional para asentar una tesis. O la ucronía, que utiliza la disociación de tiempo como medio para mostrar situaciones propias de nuestro tiempo en contextos ajenos, como ocurre en el steampunk, en el que encontramos fuertes críticas a la industrialización, o en el cyberpunk, que descubre el velo de la lacra corporativista, y a menudo defiende la identidad individual. El transhumanismo de los pilotos de la Cofradía en Dune, de Frank Herbert, novela en la que la inteligencia artificial ha sido prohibida tras una horrible guerra entre humanos y máquinas pensantes, es uno solo de los ingredientes que forman esa genial receta con sabor a terraformación que tantas novelas (unas ecológicas y otras mesiánicas) ha inspirado. 

Y todo esto nos lleva al mismo punto: la ciencia ficción es el género de la especulación, el género del ¿y sí...? el género de las ideas. Si la fantasía en un sentido general es el género de la maravilla y la imaginación (me viene a la mente Michael Ende), dentro de este encontramos la épica o espada y brujería como el género del heroísmo, los valores y las grandes aventuras (Ursula K. Leguin, Michael Moorcok). El terror fantástico, como el género del estremecimiento sobrenatural e irracional (Clive Barker, Stephen King). Y la ciencia ficción como un batido de imaginación y razón, en el que principios plausibles nos causan esa maravilla de la fantasía o ese estremecimiento del terror.   

Rod Serling dijo: la fantasía es lo imposible hecho probable. La ciencia ficción es lo improbable hecho posible.


Para terminar, os dejo con esta reflexión de Philip K. Dick, que en unas frases condensa mucho mejor que yo el propósito de este artículo: En primer lugar, definiré lo que es la ciencia ficción diciendo lo que no es. No puede ser definida como "un relato, novela o drama ambientado en el futuro", desde el momento en que existe algo como la aventura espacial, que está ambientada en el futuro pero no es ciencia ficción; se trata simplemente de aventuras, combates y guerras espaciales que se desarrollan en un futuro de tecnología superavanzada. ¿Y por qué no es ciencia ficción? Lo es en apariencia... Sin embargo, la aventura espacial carece de la nueva idea diferenciadora que es el ingrediente esencial. Por otra parte, también puede haber ciencia ficción ambientada en el presente: los relatos o novelas de mundos alternos. De modo que si separamos la ciencia ficción del futuro y de la tecnología altamente avanzada, ¿a qué podemos llamar ciencia ficción?

2 comentarios:

  1. Un artículo largo que se hace muy corto, es decir, un buen artículo. Me dan ganas de profundizar un poco más en la CF.

    A mí las etiquetas no me gustan mucho —aunque sean necesarias— debido a mi manera de ser, que es un poco anárquica. Supongo que Aristóteles me daría con una vara en la cabeza.

    P.D ¿Un bien inagotable? No, no, eso no, ¿qué hacemos entonces con los dineros?, jeje.

    Un saludete. ¡Ah!, y si nunca has leído nada de él, te recomiendo a James P. Hogan, pero cuidado con las pésimas traducciones, porque pueden contagiarte algo.

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    1. Ay los dineros... al Dinero del s.XXI le conviene la economía fósil, del mismo modo que al Dinero de principios del siglo pasado le convenía la economía colonial. Confío en que, como entonces, el capital siga perdiendo partida tras partida... y me da miedo pensar qué nuevas reglas del juego inventará para las siguientes.

      Volviendo al tema, las etiquetas restringen, lamentablemente. Pero como dices son necesarias, porque claro, si uno quiere leer ciencia ficción, no es justo que le vendan gato por liebre... Un tema complicado, como tantos otros.

      A Hogan no le he leído todavía, pero he investigado un poco y me llama mucho la atención, no tardará mucho en caer. Gracias por la recomendación.

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