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lunes, 14 de abril de 2014

For a fistful of tentacles: ¿Sigue vigente el horror cósmico?

Tengo que decirlo: mucho menos repulsiva, sectaria y abominable que la pintura original.
Los fans de Lovecraft no paramos de decir por ahí que Lovecraft está de moda lo cual no deja de ser sintomático, y el caso es que parece ser verdad. El mainstream ya no es tan main como solía ser. Alguien ve True Detective, lee en twitter que eso de "Yellow King" significa algo de hace como cien años, compra la selección de Llopis editada por Alianza que muchos conocemos y, voilá, el frikismo primigenio gana un adepto, y otro, y otro. Los aficionados ya teníamos música y videojuegos, películas de fans y hasta un serial a lo Diario de Patricia, ahí es nada. Novelas, relatos, ríos de tinta vertida alrededor de los mitos y una avalancha de lienzos decorados con auténticas maravillas, solo hay que darse un paseo por deviant-art para verlo.

Aquí en la piel de toro también habíamos tenido estas efusiones lovecraftianas, si bien en menor medida porque, en fin, el resto del mundo nos gana en población por miles de millones, tan fácil como eso. Math is a bitch. Pero ahora hay un resurgir en nuestro rincón local del mundillo. Un sello mayoritario como es Fantascy publica la novela de Jesús Cañadas, Los nombres muertos, que todavía no he podido leer porque no hay tiempo para todo pero a la que le tengo el ojo puesto y que tiene a la crítica dando palmas. Valdemar nos anuncia una novela de Emilio Bueso que apunta hacia las estrellas, Extraños eones, a la que todos los que hemos leído algo de Bueso o hemos tenido entre manos una edición de Valdemar también le tenemos ganas, también. Y con este resurgir no solo emergen novelas: entre las algas del obsceno fondo abisal también hay horrores tentaculares en antologías cósmico-horrorosas, revistas homenaje al genio de Providence, o artículos indepes de las webs como esta llenos de menciones a ese new-weird que, sinceramente, a veces parece same-old-weird y un burdo reclamo comercial, pero que no por ello nos disgusta, ojo. Porque nos gusta, nos gusta Lovecraft desde que conocimos los mitos y esa nueva forma pagana y misantrópica de asustar con la mirada puesta en el horizonte estelar, en el límite de la cordura.

Yo diría que lo hemos mamado. Yo lo he mamado, al menos; mis primeros relatos breves incluían mentes desquiciadas, horrores obscenos tan solo sugeridos y aquí Lovecraft me había pasado algo de Poe— terminaban con una frase en cursiva que debería hacerte decir: «coño», pero que no siempre funcionaba porque, por decirlo así, a la careta se le veía la gomilla (hey, cuidado en esta curva que es donde me maté yo...). Eso era solo a nivel formal y, por fortuna, es superable; pero lo que nos ocupa es más bien el fondo del horror cósmico, su naturaleza, y esto ya es algo que una vez que lo conoces deja su huella y nunca se supera del todo.

Hay que situarse: por un momento, viajemos hasta aquellas primeras décadas del XX. No es como en el cine mudo y la gente no viste de domingo los siete días de la semana. Más bien se parten el espinazo deseando que termine, de una maldita vez, la transición a la era contemporánea (no saben lo que se les viene encima). Nuestra cartografía del universo aumenta año tras año, y aquí en la vieja Tierra el hombre es cada vez más diminuto en comparación. La edad del mundo ya no es la de aquellos ridículos plazos bíblicos, y mientras la historia del planeta se extiende hasta lo absurdo y la nuestra encoge hasta lo aún más absurdo, el progreso científico y el que no lo es avanzan exponencialmente (sobre todo, quizá, desde el punto de vista de una mentalidad como la de H.P.L.) y el ser humano es cada vez más ajeno a su naturaleza anterior. Principios de siglo XX, ¿recordáis? Aunque si por un momento lo habéis olvidado y habéis asociado mis palabras a la actualidad, tampoco puedo culparos.

Si los relatos de fantasmas asustan mientras haya quien tema a la muerte y ahí están Poltergeist o la más reciente Insidious, por ejemplo— y el terror cristiano mientras haya fé ¿asustan tanto hoy en día películas como La semilla del diablo o El exorcista?—, el horror cósmico perdura mientras tengamos miedo a la vacuidad, a la nimiedad, a la absoluta falta de distinción. Mientras nos revuelva prejuicios atávicos recrearnos en la idea de que somos una mota de polvo a merced de fuerzas y energías que apenas comprendemos y ante las que nos descubrimos inermes, ya se manifiesten en forma de un dios primigenio que viaja como fuego entre las estrellas, o en forma de una eyección de rayos gamma de años luz de diámetro que nos impacte a velocidad cuasi lumínica y desintegre nuestro sistema solar entero (esta última no solo es una opción igual de terrorífica o más, sino que además es real y factible).

El horror cósmico, en definitiva, parte del terror existencial y seguirá estando vigente mientras temamos no dejar un poso material de nuestra experiencia, y ese miedo es un miedo que no solo le es propio al genoma humano, sino que es parte del código que tenemos en común con toda la vida en la Tierra. Es un terror colectivo y entelequio que ha llevado a los organismos extremófilos a vivir en las calderas submarinas sin luz ni oxígeno, en el hielo sellado de la Antártida y en el corazón de las rocas más profundas del subsuelo. Es un terror que lleva a la sonda Cassini más allá del sistema solar, que posa Curiosity sobre las arenas marcianas y varios módulos Apolo en el polvo lunar, que promueve la invención de la prensa de Gutenberg, la erección de las pirámides y la aparición de las primeras pinturas rupestres. ¿Sirve eso como prueba de vigencia?


Una cosa más...
Termino, pero no me quiero ir sin comentar de pasada el tema estrella: los tentáculos. Porque si el steampunk tiene esa locura del vapor, el horror cósmico tiene la plaga de los probóscides... y para esto no hay explicación sesuda: supongo que semos asín, necesitamos iconos reconocibles, y a menudo nos centramos en cosas que son solo la superficie, que no tienen que ver con la verdadera esencia del asunto. La verdad es que a nadie que haya profundizado en la obra de Lovecraft le gusta ir a leer horror cósmico y encontrarse con un plato de puntillas al ajillo y nada más, igual que si yo leo una historia de steampunk y no encuentro especulación, no lo considero steampunk por mucho vapor y mucho siglo diecinueve que encuentre. Ahora bien, si alguna vez sentimos rechazo hacia estas obras menores y (quizá) desvirtuantes, toca plantearse una pregunta: ¿habría llegado el horror cósmico a ser lo que es sin toda esa iconografía que rodea a los Mitos? ¿No existen esos sucedáneos en parte porque hay un sector de aficionados que los demanda? El debate fandomita está servido...

jueves, 3 de abril de 2014

Mirando al cielo


A veces, como todo hijo de vecino, alzo la mirada al cielo y me quedo embobado. No hace ni diez minutos que he enfocado la vista más allá de las azoteas de ocho alturas y de las cordilleras coronadas de antenas que se ven desde la ventana de mi habitación, y he recordado las palabras condescendientes de algún maestro y hasta algún sacerdote acerca de cómo, mirando al cielo, uno se da cuenta de lo pequeño que es el hombre en el gran orden de las cosas.

Y lo somos, claro que somos una mota de polvo en la nada, mucho más minúsculos de lo que a menudo estamos dispuestos a admitir. 

Mirando ahora al cielo, sin embargo, me ha golpeado una sensación incómoda; como el temblor de una cátedra mal asentada. Mirando a las nubes, o mejor dicho a la luz que sus jirones reflejan o no, en ese esfumato mal ejecutado en los bordes descosidos, he pensado en nuestro complejo universal de inferioridad. Ahí están los cirros, cúmulos y estratos, que cantaba Krahe a Brassans, toda esa masa de nitrógeno, hidrógeno, oxígeno y otros gases, meras configuraciones atómicas. Y creo que si no estuviésemos nosotros aquí para auditar esa disposición aleatoria de materia, tanto podríamos decir que no hay nubes, ni cielo, ni pequeñez o grandeza, ni blanco, cyan, gris, que por no haber ni siquiera habría un concepto de haber. Hace falta vida, a ser posible compleja; un cerebro para interpretar la complicada partitura que es esa serie de variaciones en el campo de Higgs y convertirla, con mayor o menor suerte, en un tapiz de cosas tan ajenas a la naturaleza primigenia de las cosas como son las sensaciones.

Pero si yo nunca he sido antropocéntrico...

Esta reflexión, ahora me doy cuenta, no es genuinamente mía. ¿Qué ando leyendo para cuestionarme así, a la primera de cambio, temas como la relevancia del ser humano y su papel agente en la naturaleza cambiante del cosmos? Os dejo con las palabras (muy fácilmente rebatibles, pero al mismo tiempo ciertas e igualmente inspiradas) de uno de los personajes de Kim Stanley Robinson en Marte Rojo, un libro que no puedo esperar a terminar: os lo recomiendo ya.

Este es el fragmento:
La belleza de Marte existe en el espíritu humano dijo con un tono de voz monótono y objetivo, y todo el mundo lo miró con asombro—. Sin la presencia humana es sólo una acumulación de átomos, en nada distinta a cualquier otra partícula fortuita de materia. Somos nosotros quienes lo entendemos, y nosotros quienes le damos sentido. Todos nuestros siglos de mirar el cielo nocturno y observarlo vagar entre las estrellas. Todas esas noches de observarlo por los telescopios, mirando un disco diminuto tratando de ver canales en los cambios de albedo. Todas esas estúpidas novelas de ciencia ficción con sus monstruos, doncellas y civilizaciones agonizantes. Y todos los científicos que estudiaron los datos o que nos hicieron llegar aquí. Eso es lo que hace que Marte sea hermoso. No el basalto o los óxidos.
Hizo una pausa y miró alrededor. Nadia tragó saliva; era demasiado extraño oír esas palabras saliendo de la boca de Sax Rusell, con el mismo tono de voz que emplearía para analizar un gráfico. ¡Demasiado extraño!
Ahora que estamos aquí —continuó—, no basta con ocultarnos bajo diez metros de tierra y estudiar la roca. Eso es ciencia, sí, y ciencia necesaria. Pero la ciencia es algo más. Es parte de una empresa humana más grande, y esa empresa incluye viajar a las estrellas, adaptarse a otros mundos, adaptarlos a nosotros. La ciencia es creación. La ausencia de vida aquí, y la ausencia de un solo hallazgo en cincuenta años del programa SETI indican que la vida es excepcional, y la vida inteligente aún más excepcional. Y, sin embargo, el significado completo del universo, su belleza, están contenidos en la conciencia de la vida inteligente. Nosotros somos la conciencia del universo, y nuestra tarea es extenderla, ir a mirar las cosas, vivir allá donde podamos. Es demasiado peligroso mantener la conciencia del universo en un solo planeta, podría ser aniquilada. Y ahora nos encontramos en dos, tres, si incluímos la Luna. Y podemos cambiar este planeta y transformarlo en un lugar más seguro. Cambiarlo no lo destruirá. Leer su pasado quizá resulte más difícil, pero su belleza no desaparecerá. Si hay lagos, o bosques, o glaciares, ¿cómo disminuye eso la belleza de Marte? Al contrario, pienso que la acrecienta. Añade vida, el sistema más hermoso de todos. Pero nada que haga la vida podrá echar abajo Tharsis o llenar Marineris. Marte siempre seguirá siendo Marte, distinto de la Tierra, más frío y agreste. Pero puede ser Marte y nuestro al mismo tiempo. Y lo será. Hay algo que caracteriza al espíritu humano: si puede hacerse, se hará. Podemos transformar Marte y construirlo como si levantáramos una catedral, un monumento tanto a la humanidad como al universo. Podemos hacerlo, así que lo haremos. De modo que... —alzó la palma de una mano, como si estuviera satisfecho de que el análisis hubiera sido apoyado por los datos del gráfico... como si hubiera examinado la tabla periódica y viera que continuaba siendo válida— ... bien podemos empezar.