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sábado, 23 de diciembre de 2017

Relato: Que nadie rece por mí


Trabajo en el Ministerio de Población y Sostenibilidad. Mi puesto es como el de los demás: una cinta mecánica sobre la que van pasando los cuerpos. Cuando llega uno, detengo la cinta. Leo el informe. Si el sujeto es, en palabras del ministro, «delincuente, nocivo o prescindible», pulso el botón. Entonces un brazo robótico suministra la inyección letal. Si el sujeto merece el indulto, vuelvo a accionar la cinta sin pulsar el botón, y al salir por el otro extremo esa persona es reanimada y puesta en libertad.

Así cada mañana.

Diga lo que diga el ministerio de cara a la galería, tengo libertad total para elegir quién vive y quién muere, siempre y cuando alcancemos la cuota. A veces me confundo, sobre todo cuando llevo muchas horas seguidas en mi puesto. A veces perdono la vida a un violador, o mato a una persona inocente, porque mi mente fatigada confunde la palanca con el botón. Esas noches tengo que doblar la dosis de somníferos para conciliar el sueño.

Cada uno tenemos nuestro sistema. Somos tres, en mi planta. Está María, que nunca habla con nadie. Cumple con el número justo para la cuota, ni uno más, ni uno menos. Me recuerda a mí, cuando llegué aquí. También está José. Él sobrepasa la cuota con creces y le pagan con grandes incentivos. Vinieron del ministerio a darle una placa y todo, por su trabajo tan eficiente. Pero no es que José trabaje mejor o más rápido que los demás. La única razón del éxito de José es que José no lee los informes. A menudo se le puede ver mirando a la nada, con el botón rojo pulsado, y su cinta nunca se detiene.

Esta mañana ha pasado Jacinto. Era un niño de mi colegio; parece otro, pero era él. Parece ser que ha hecho una cosa horrible. Demasiado horrible para garabatearla en esta nota. No quiero que nadie lo sepa. Pero la verdad es que no he podido pulsar el botón. He recordado todos aquellos juegos de infancia, aquellos recreos en la escuela, y no he podido hacerlo.

Creo que Jacinto ha sido el detonante. La señal que estaba esperando. Y por eso he ido a buscar un bolígrafo y este papel.

Esto no es una última voluntad, porque nadie va a echarme de menos. Es solo… es solo lo más parecido a un grito que me atrevo a proferir. La cinta está detenida, frente a mí, con Jacinto encima. No tenemos supervisores. María me lanza alguna mirada, pero sigue con su trabajo. José no mira a nada ni a nadie. Solo pulsa el botón y piensa en quién sabe qué, mientras espera a que suene la bocina del fin de turno.

Sé que ninguno de ellos me detendrá, cuando camine hasta el principio de la cinta de José, me desnude, me tumbe, cruce los brazos sobre el pecho y me haga el dormido.

Adiós, supongo. Y por favor: que nadie rece por mí.


martes, 21 de marzo de 2017

Duelo de reseñas: II

¡Dice Morgan que soy astuto! Pero también que ella es una blanda, y eso no puede ser en serio. Me parece a mí que aquí lo que se está dando es la tradicional bravata de la esgrima escénica: no soy Íñigo Montoya, así que si quiero salir entero de esta voy a tener que rumiar bien cada lance.



 

Pero primero, lo primero: responderé a mi colega escritora. 

Sobre si un relato es o no de tema supersticioso, Morgan aduce (y resumo, porque la explicación es algo larga), que no lo es si lo contado tiene un fundamento racional para sus protagonistas. 

Hay dos serios fallos que lastran este argumento: primero, no se aplica a mi relato, porque el protagonista tiene en todo momento un acercamiento racional, descartando lo sobrenatural, hasta la catarsis de la historia. Sería entonces, como decir que los relatos de Lovecraft no tratan el terror sobrenatural porque los personajes protagonistas acaban por comprobar que sus miedos son corpóreos y vivos. Y segundo: si el caso fuese distinto, y si en todo momento mis personajes tratasen la superstición que nos ocupa como si no lo fuese... ¿en qué cambia eso las cosas? Una cosa es, como bien apunta Morgan, que el autor esté obligado a mantener la coherencia interna del mundo, y otra muy distinta (y falsa) que el autor esté obligado a articular su mensaje desde el prisma de los personajes. Así, una novela en que un asesino en serie cree justificadas sus acciones no es una novela sobre un héroe, sino una novela sobre un criminal. O por decirlo de otro modo, un mundo de fantasía que no lo es para sus personajes, porque es natural para ellos, sí lo es para nosotros (nuestro prisma es el crucial para articular el mensaje). 

Y esto enhebra muy bien con lo que comenta Morgan sobre mi segundo relato en Quién tiene miedo a morir, que llamé Bajo el hielo de Vostok. Desde el punto de vista de nuestra amiga este relato está más imbricado en la historia central del libro, hasta el punto de que para ello influye el (supuesto) escritor del manuscrito y aparente antagonista. La respuesta... tendrá que esperar, porque interpretar o no esta y tantas otras cosas es una de las gracias del libro, y no quiero intervenir en la experiencia de Morgan.

Y ahora sí, continúo con la reseña del segundo relato de Entremundos, llamado Restitución.

Me parece una historia nacida de alguna convocatoria, por la relevancia que tiene en el relato el clásico de Wilde El retrato de Dorian Gray. Pero con una apasionada de los clásicos como es la autora resulta difícil asegurarlo. Se trata en cualquier caso de un relato breve, muy bien medido, con imágenes memorables y un ambiente logrado. Si la referencia al clásico hubiese sido solo eso, y no estuviese mencionada de manera tan obvia y quizá hasta algo invasiva, habría ganado muchos enteros para mí. Algo tienen los pintores, las drogas, el alcohol y la bohemia, que sirven para originar relatos de terror a las mil maravillas. La historia y el recurso me han recordado a otras de Lovecraft, Barker, Bueso, Tamparillas o Nacho Cid. Y yo, sin poder compararme con los de esa lista, hice algo parecido y también con reminiscencias de Gray, en mi Solo tú me satisfaces, en Calabazas en el trastero: Aparecidos. De momento, un relato que me ha gustado más que el primero, y que curiosamente no me había dejado ningún recuerdo, mientras que sí lo había hecho el anterior. Cosas de la memoria (escasa, en mi caso: seguro que Morgan me lo perdona y no me lo tiene en cuenta).

Ahora me tocará recibir mi merecido, en el blog de Morgan... Seguro que ella que es más aplicada no tarda más de un mes, como un contrito servidor. ¡Miserere mei!

lunes, 23 de enero de 2017

Duelo de reseñas: I


Habráse visto: ¡retarme la compañera L.G. Morgan a un duelo de reseñas! A mí, que casi no me da ni para escribir reseñas de las convencionales.

Ya debía pensar que no iba a recoger el guante, dada la irregularidad de mis entradas (caprichoso que es el tiempo). Pero en honor a mi decimononófila colega me pongo los quevedos y ahí va mi lance, faltaría más:


Bloqueo...

Lo primero, las alusiones. Efectivamente, el principio del libro no es en sí un relato sino un fragmento del hilo central de la novela, si es que se la puede llamar así. Como hice ya con Ciencia y revolución, utilizo una historia central para vertebrar los relatos y, como bien apunta Morgan, para poder criticarlos y despedazarlos bien a gusto, con algo de ese voyeurismo disociado, sí. No es un recurso original, ni mucho menos; los ejemplos van de Las mil y una noches a El hombre ilustrado del gran Bradbury, pasando por otros no tan obvios ni tan similares pero que algo de este agente aglutinador sí tienen, como Los viajes de Gulliver, o el mito de las pruebas de Hércules. De Remake, el relato de Morgan, me reservo para hablar en su momento (cuando además lo haya releído, que soy de memoria fugaz y hace tiempo que disfruté de Entremundos). 

Ya hablando del relato que nos ocupa, A Yolanda no le asusta el cementerio, dice Morgan y es verdad que no será la primera ni la última vez que tengamos opiniones diferentes sobre lo que entra o no en una determinada temática. Todo se puede discutir en la era postmoderna. Y oye, aunque no se pudiese; lo haríamos igual, que nos encanta. Qué decir, compañera... la superstición es, por definición, una «creencia que no tiene fundamento racional y que consiste en atribuir carácter mágico o sobrenatural a determinados sucesos o en pensar que determinados hechos proporcionan buena o mala suerte». Ni que decir que ese apunte que algunos hacen, de que las religiones y sus creencias no entran bajo el paraguas de esta definición, no tiene cabida en este nuestro espacio, racional y pastafarista. Así que, ¿cómo no va a ser superstición el enterramiento de los difuntos en una tierra que supuestamente es sagrada, en un campo de atribuida santidad, para la ligazón de sus almas al mundo de los vivos a la espera del juicio final? Al mismo tiempo, cabe jugar con el paralelismo entre la superstición de la tierra sagrada, del alma eterna, frente a la realidad antropológica del recuerdo del ausente, de la añoranza y el proceso del duelo.


...Finta...

Pero se trata de despedazar reseñar el libro de Morgan. Para los que no lo conozcáis, Entremundos vino a nacer en la línea A sangre  de nuestra querida editorial fosca por excelencia Saco de huesos un frío (digo yo que lo sería) diciembre de dos mil trece. Me voy a arriesgar a confiar en mi memoria (algo nunca aconsejable) para comparar mis impresiones ahora y cuando haya releído y reseñado todas las historias. Los relatos de la escritora madrileña, especialmente los recogidos aquí, tienen para mí un cariz de literatura generalista. Me resultan historias cotidianas y realistas que resultan tener elementos fantásticos. Totalmente á la fosque (absteneos de leer esto los que conozcáis la lengua de Baudelaire, por favor). Y eso que otros cuentos de Morgan no pueden ser más de género, más pulperos, fantásticos y gamberros... pero recuerdo Entremundos como una recopilación de historias de personajes cercanos, de nuestro día a día, muy bien construidos y perfectamente capaces de llevarnos hasta esa hoja, invisible de puro afilada, que separa el aquí del allá; nos insinúa la frontera en un registro que es más mágico y potente precisamente por eso, por no acabar de arrancarnos los pies del mundo real. 

O eso recuerdo, vaya. Ya veremos.


...Y estocada

Entremundos empieza con un tentempié ligero, uno de esos que van bien para ir abriendo apetito. Se trata de Ouija, un relato en el que asistimos a una sesión de espiritismo amateur por parte de un grupo de amigos de toda la vida. Muy bien en forma, consigue que identifiquemos perfectamente a los personajes en muy pocas líneas. En mi caso ha tenido la virtud de evocar escenas de adolescencia e infancia, en su primera parte. He visto paralelismos con mis amistades en la segunda; el relato consigue universalizar estos puntos comunes, como le atribuyen a King. Todo un acierto para el inicio del libro, a pesar de o debido a que he echado en falta quizá un final con más punch: se trata de uno de esos relatos que son lo que nos cuentan, y que no albergan ninguna sorpresa más allá del ecuador. Con todo, deja ganas de más. 

Otra cosa que tiene el relato y que lo convierte en un perfecto candidato para ir al principio de la obra es que presenta (consciente o inconscientemente) varios de los leit motiv que se distinguen en la literatura Morganiana. Véase: la referencia al s.XIX, solo mencionada, pero que flota en el ambiente durante toda la historia. La introspección de los personajes, y el trazado en pocas líneas de unos perfiles psicológicos sugeridos pero con raíces. La motivación, en definitiva, y el cambio. Morgan nos presenta un escenario profundo y bien cimentado, y después arrasa con él, no como un vendaval o una fuerza de la naturaleza, eso sí, sino en un caos controlado y de afán diseccionador. Una catarsis esta, si se me permite terminar con otra maligna incisión en la llaga, que podría haber sido redonda con un buen giro de la trama.

La respuesta y previsiblemente más caña, próximamente en el blog de Morgan...