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lunes, 28 de febrero de 2011

Relato: el agujero



Había un gran espacio vacío justo en el centro, alrededor del cual se apretujaban las letras como si la misma tinta desease estar lo más lejos posible de aquel blanco círculo de papel inmaculado.
Como de costumbre, el Tranquilo continuó leyendo el periódico sin que nada perturbase su apacible calma. Ni el violento viento, ni el eléctrico zumbido de los acumuladores, ni el hecho de hallarse a más de cuatrocientos metros de altura alteraron su relajada lectura.



Su apellido era Babieca, y su nombre no lo conocía ninguno de los demás operarios que la corporación movilizaba cada tres meses o cada vez que los molinos sufrían una incidencia. Podrían haberlo averiguado fácilmente, quizá en el sindicato o echando un vistazo a la lista del fondo para viudas y huérfanos, pero pronto lo habrían olvidado. Y es que, las pocas veces que alguien hablaba con él, le llamaba sin excepción Sr. Babieca. Las muchas veces que hablaban de él, le daban el por otro lado muy acertado sobrenombre de “el Tranquilo”.



A cuatrocientos metros y veintisiete centímetros de altura, el Tranquilo pasó de hoja, tratando de tocar la menor cantidad posible de papel. Más por costumbre que esperando hallar otra cosa, contempló durante una fracción de segundo el agujero que había justo en el centro del periódico, aquel espacio en blanco en el que no había nada escrito.



Cuando la tormenta les impide trabajar, y los operarios beben en la caseta de las herramientas (con el presupuesto beneplácito del capataz) siempre suele oírse la misma frase: “cuando el Tranquilo leía el periódico, el viento dejaba de soplar”. En honor a la verdad, cabe aclarar que Julián (pues así se llamaba) había aprendido cómo situarse al refugio de la metálica estructura, dando siempre la espalda al viento. De cualquier modo, era el único que encontraba relajante la lectura de un periódico a poco más de cuatrocientos metros de altura.



Teóricamente, a los operarios no se les permitía fumar mientras se encontrasen en la estructura. Tras arrojar el periódico, que al instante fue arrastrado por el fuerte viento, el Tranquilo sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo derecho de su chaleco. Tras abrirlo, contempló el vacío formado por los cigarros que faltaban, un agujero circular justo en el centro del paquete. Su mano extendida, a medio camino de la cajetilla, tembló de manera imperceptible durante un fugaz instante antes de volver de nuevo a la seguridad del bolsillo derecho de su chaleco.



Por qué no…



En el hipotético caso de que Julián Babieca “el Tranquilo” no hubiese estado a solas aquella tarde, alguien habría visto alzarse una ceja en su por lo demás impertérrito rostro mientras zarandeaba el paquete. Tras una elocuente pausa, el Tranquilo sacó un mechero del bolsillo derecho de su chaleco y lo introdujo en el todavía intacto círculo vacío que formaban los cigarrillos.
Tras cerrarlo y abrirlo un par de veces y comprobar que el mechero seguía en su lugar, lo guardó de nuevo, y paquete mechero y cigarros cayeron en una nube al vacío, a través del agujero del bolsillo derecho de su chaleco que el Tranquilo acababa de descubrir.



Se cuentan muchas cosas sobre el Tranquilo, quizá debido a lo poco que se sabe de él.



Una de aquellas jornadas de tormenta, en que incluso el capataz tuvo que refugiarse con ellos en el cobertizo de las herramientas, y se vieron obligados a hacer noche al calor del licor, Babieca habló más de lo normal, lo cual resultó ser bastante poco. Sin embargo, y aunque lo mencionen nerviosos, al vuelo, todos recuerdan lo que contó sobre su época como limpia cristales en las alturas de Barcelona.



Una alarma sonó en el reloj digital de Julián: sus cinco minutos de descanso habían terminado. Sin más, enganchó de nuevo su arnés y ascendió los escasos tramos de barrotes que lo llevarían hasta la atalaya. Una vez allí alzó la vista, y entonces gritó, gritó con todas sus fuerzas, por primera vez en toda su vida adulta. Según el único testigo ajeno a la empresa que los peritos pudieron entrevistar, un pastor de cabras que se encontraba cerca, la segunda vez fue mientras se arrojaba al vació desde una altura de cuatrocientos metros y veintisiete centímetros.



Semanas después de su muerte, cuando uno de los operarios trajo aquel recorte de periódico, nadie dejó de recordar aquella noche tormentosa en la que el Tranquilo había bebido de más. Según el diario, Babieca había sido el único testigo del suicidio de un compañero limpia cristales, quien tras arrojarse al vacío había caído desde un doceavo piso justo a los pies de Julián, quien en aquel momento se encontraba abajo.



No habían encontrado el cadáver.



Nadie habló de aquel recorte desde entonces. Hoy, tan solo conocen su existencia los operarios.



Y yo, claro está.



Desde luego es toda una casualidad que, al igual que en el caso de su antiguo compañero defenestrado, nunca se encontrase resto alguno del cadáver de Julián Babieca “el Tranquilo”.



Evidentemente nadie dio crédito a la carta póstuma del pastor, quien antes de suicidarse “debido a la desesperación tan grande que me provocan estos boquetes del demonio”, dejó constancia de cómo al caer justo ante sus pies el Tranquilo, “se abrió y tragole la tierra, y no duermo pensando en que si haile un dios, el desgraciado hubiese podido morir en el suelo, y no seguir cayendo, dónde esté no lo quiero saber”.



Cada vez que hay tormenta, y permito que los operarios beban junto a las herramientas, contemplo los molinos y recuerdo cómo tras volver Babieca de su descanso, tras alzar la vista y justo antes de soltar su arnés y saltar al vacío, Julián Babieca “el Tranquilo”, el hombre mas valiente que conoceré, me dirigió con voz calma y firme, apenas temblorosa, las siguientes palabras:
-Por Dios, no mire, capataz, ¡No mire!
Pero entonces, tal y como sin duda volvería a hacer, y mientras el alarido de Julián se alejaba mucho más de cuatrocientos metros y veintisiete centímetros de mí, alcé la vista y contemplé las aspas, que giraban como por arte de magia suspendidas en el aire. Como única sujeción al molino, un gran espacio vacío justo en el centro.

© Copyright 2010 Pedro Moscatel

jueves, 24 de febrero de 2011

Narracion causística: inventores de salón


Qué fácil fue para Julio Verne incorporar en sus novelas la entonces impensable idea de un viaje a la luna... y cuántos quebraderos de cabeza les llevó a Von Braun y compañía, exiliados de lujo de la derruida alemania nazi, colocar aquél puñado de toneladas de carísimo metal y plástico en el selénico satélite.

Qué fácil fue para Karel Čapek imáginar aquellos esclavos metálicos, los robots... y qué complicado (y caro) lograr que el maldito ASIMO dé un paso o dos en condiciones (ya podría aprender de otros robots más saltarines, como el big dog de Boston Dynamics).

Un pequeño paso par mí... y otro tropezón para los accionistas del grupo Honda.

Qué fácil fue para H.G. Wells describir el aprovechamiento de la energía nuclear y el uso de la bomba atómica en una futura guerra con alemania en el año 1914... y cuántos experimentos y pruebas fueron necesarios para convertir la teoría especulativa en una de las más mortíferas realidades del tristemente célebre siglo XX.

Que para estos escritores idear todas estas maravillas fuese fácil puede parecer una exageración, (amén de un descrédito hacia la labor de los grandes), una mamarrachada. Pero es que lo que realmente intento decir es que la labor de "inventar" para un escritor es fácil... comparativamente. Me explico. ¿Habría sido capaz Julio Verne de diseñar, construir y pilotar el apolo 11? ¿O H.G. Wells de mantener en funcionamiento el reactor principal de una central nuclear actual?
Aquí una representación de uno de los robota del checo Kapek.

La literatura nos brinda a los escritores la genial posibilidad de jugar con cosas que no entendemos, mientras que los científicos son los encargados de teorizarlas, entenderlas y llevarlas a la práctica. ¿Pero eran acaso los autores mencionados conscientes de estar inspirando a generaciones enteras de futuros científicos? ¿Eran acaso tan pretenciosos como para confiar en que sus ideas las adoptasen los hombres del mañana? 

Pongamos otro ejemplo: en 1911 (dos décadas antes de la invención del radar), Hugo Gernsback describió detalladamente su funcionamiento y características (llegó a hacer planos del prototipo) en su novela seriada Ralph 124C 41+. Si bien es verdad que Gernsback conocía los rudimentos de la ciencia y la tecnología de aquél entonces, no deja de ser un dato interesante...

Hugo Gernsback, además de por los prestigiosos premios de ciencia-ficción que llevan su nombre, es conocido por ser en su momento el editor de la revista de ciencia ficción Amazing Stories.

Me parece inevitable pues que nos preguntemos qué más visos de futuro encontraremos en la literatura de ciencia-ficción de nuestro futuro inmediato. Ya sé lo que dicen muchos: que es un género de capa caída, que ya esta todo inventado... claro que alguien que diga esto se encuentra entre la gente (y me incluyo) que habría sido incapaz de idear algo como el radar antes de que Gernsback lo hiciese allá por el año 1911.

Démosle a este gran género un voto de confianza, dejémos que los inventores de salón sigan inventando, que sigan inspirando a los científicos del mañana. Quien sabe si nuestros nietos no mirarán hacia nuestros años diciendo "esto ya se le había ocurrido antes a alguien; lo leí en un libro".

martes, 22 de febrero de 2011

Tardes en la trastienda: presentación de "Cambio de planes", con Luis Borrás

Ya que alguien me llamó la atención varios posts atrás sobre el hecho de que a menudo no he avisado de los actos y encuentros que se celebran en la librería donde los libros, y tras apercibirme de que (al igual que quizá algún otro de quienes me leéis) habría ido a muchos de ellos de haber sabido de su existencia, me veo en la necesidad de crear esta especie de sección en el blog para que todos estéis al tanto de lo que se cuece en la trastienda del número 3 de la Avenida Pascual Marquina en Calatayud.

Presentaciones, lecturas de relatos y poesía, charlas... todo lo que nos pueda interesar a los amantes de la literatura en un ambiente amable y distendido. No dejéis de acudir a estos actos siempre que tengáis oportunidad.


Cambio de Planes, de Luis Borrás

Mañana (un poco justo, lo sé), Miércoles 23 de Febrero a las 19:30 horas, acudirá a Donde los libros Luis Borrás, quien además de publicar reseñas literarias en el suplemento dominical del Diario del Alto Aragón mantiene el blog de literatura Aragón literario.

Presentará su primer libro de relatos, Cambio de planes, que edita el sello Certeza dentro de su colección Cantela.

Podéis leer uno de los doce relatos incluídos en la edición en esta entrada del autor en el blog que ya he mencionado.

viernes, 18 de febrero de 2011

Más noticias y fecha de publicación

La cosa sigue en marcha. Hay que estar pendiente de mil pequeñas cosas, pero el caso es que merece la pena. En este momento he terminado de revisar las pruebas de imprenta de la novela, ya he visto mi ISBN, ya he visto mi nombre junto al copyright, y la verdad es que me ha hecho muchísima ilusión. ¿Qué tontería, no?

Ya he visto el aspecto de la portada, la contraportada, las solapas... y me encanta. El libro ni siquiera ha salido y ya tengo mucho que agradecer a mucha gente, como a mi editor, Juan Carlos Martín, por haber confiado en mí desde el principio, o a Francisco P. Pérez de la Parte y a Daniel Jándula, por sus halagadores comentarios.

Y eso que aún no tengo el libro en las manos... 

Pero ya tenemos fecha. No puedo asegurarlo al cien por cien, pero por muy poco. Lo más seguro es que para la segunda mitad de Marzo El rebaño del lobo aparezca por fin en las tiendas, con todo lo que ello conlleva.

Y la verdad es que da un poco de vértigo... pero ya os contaré más en entradas siguientes.

miércoles, 16 de febrero de 2011

martes, 15 de febrero de 2011

El rebaño del lobo: esperando la señal de salida

Ya falta menos, solo un poquito más para que la novela vea por fin la luz.

De momento, os puedo ir mostrando el aspecto que tendrá la portada, algo muy parecido a esto:


Y además está también lista la web promocional de la novela, Julia está sola (www.juliaestasola.com) en la que irán apareciendo las noticias relativas a la publicación y promoción del libro.

¡Qué nervios...!

viernes, 11 de febrero de 2011

Escribir un libro IV: La peor parte

Hemos acabado nuestro borrador. [Si no tienes ni idea de qué estoy diciendo, tal vez quieras empezar por la primera entrega de Escribir un libro.] En algunos momentos frenéticamente, en otros quizá a trompicones, pero por fin hemos plasmado en negro sobre blanco nuestra historia, que tiene sus obligados planteamiento, nudo y desenlace (sí sí, esos mismos de los que tanto nos hablaban en clase de lengua y literatura).

FIN...?

No.


La revisión


Uno podría pensar que el trabajo está terminado, que la historia está contada. Pero la cruda verdad es que la diferencia entre un borrador y una obra corregida y revisada es tanta que hasta que uno no hace este esfuerzo por sí mismo es difícil apercibirse de ello.

Y es que esta no es solo una fase de corrección ortográfica, de pulido de la sintaxis (que también); durante la revisión de nuestro texto podemos encontrarnos con fallos de argumento, de cohesión, que nos obliguen a reparar o incluso reescribir por completo pasajes enteros de nuestra obra, lo que la convierte en una fase que conserva esos aspectos creativos que nos empujaron a escribir el manuscrito.

Y creedme: conviene no olvidar esto último, sobre todo en los momentos más arduos...


La regla de oro: déjalo reposar

Ya se sabe. El buen vino necesita respirar antes de ser escanciado, el arroz debe reposar antes de ser servido, la venganza... bueno, quizá ese no sea un símil apropiado. Pero creo que se entiende bastante bien lo que intento decir. 

Una vez hayamos terminado el borrador es esencial guardarlo bajo llave y no volver a él hasta al menos uno o dos meses después. Todavía estamos familiarizados con el texto, de modo que trabajar en él sin respetar este tiempo de barbecho sería un esfuerzo casi inútil; no seríamos capaces de juzgar nuestra obra de un modo imparcial, ya que esto solo se consigue distanciándonos de ella, convirtiéndola en algo ajeno que podamos juzgar sin miramientos. 

Así que debemos hacer lo posible por olvidar nuestra obra, no pensar en ella; solo así conseguiremos que al leerla de nuevo (como digo al menos uno o dos meses después) podamos acercarnos lo más posible a la experiencia que sentirá el lector, y poniéndonos en su lugar corregir nuestros errores. 


La regla de plata: deja que te saquen los colores a tiempo

Pensemos en un supuesto; nuestro libro se publica, con una calidad (aunque nosotros aún no somos conscientes de ello) cuanto menos insuficiente. Pasan los años, leemos nuestra obra y nos damos cuenta avergonzados de sus tremendas faltas. Pero es un bochorno que podríamos habernos evitado...

Todos cometemos errores, sobre todo cuando aprendemos (aunque no hay que olvidar que hasta los más grandes corrigen y revisan sus textos). Esto no es algo de lo que avergonzarse... pero tampoco es algo que queramos publicar y poner a la vista de todos. 

Amigos, familia, otros escritores (sobre todo estos últimos) nos serán de gran ayuda a la hora de identificar nuestros mayores errores a tiempo, y podrán darnos valiosos consejos sobre aspectos que de otro modo jamás habríamos encontrado. Seguro que cualquiera de éstas personas estará dispuesta a leer nuestro manuscrito en cuanto se lo pidamos. Y en caso contrario, no hay que dudar en recurrir a las prácticas más sucias y rastreras: coacción, chantaje, melodrama... todo vale en el amor, en la guerra y en la literatura novel. 

Nadie debería acometer a solas la labor de revisión y corrección de sus primeras obras, no sin contar con la opinión de al menos una persona de confianza.


La ley de bronce: no hay dos sin tres...  

...ni cuatro, ni cinco, ni las que hagan falta. Cada vez que revisemos nuestro texto encontraremos probablemente algo que podríamos mejorar. Es pues evidente que cuantas más veces pasemos por este proceso mejor y más depurada será nuestra obra. No hay que exagerar; debemos entender que revisar nuestro borrador un centenar de veces no lo convertirá automáticamente en una obra maestra; pero sí en un texto de mucha más calidad que el original.


Conclusión 

Y así termina Escribir un libro. Queda mucho por decir... y aun así la verdad es que en un principio no esperaba extenderme tanto. Como siempre, espero que haya resultado sino útil, al menos interesante. 

En próximas entradas, hablaré sobre el otro gran reto: publicar un libro...