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sábado, 30 de mayo de 2015

Relato: La memoria de las bicicletas

Helena era así. Le decías que no, que no querías, que no te apetecía pasear, que preferías perder el tiempo con otra cosa, y ella ponía esa cara de pánfila que tanto nos gustaba a todos los chavales del pueblo y se perdía sola entre los arbolillos pelados, a la vera del camino del barranco. Le gustaba andar en silencio, y si en vez de decirle que no, que no querías, que no te apetecía, le decías que sí y tenías la suerte de acompañarla, te daba un manotazo cada vez que abrías la boca para decir algo. Y entonces solo se escuchaban el rumor de la arboleda y vuestros pasos sobre el brezo seco.

Murió a los diecinueve.

En el pueblo se decía que era medio bruja, pero esas cosas se dicen muy a la ligera. Helena era excéntrica. Atea, pero no pagana. Libertaria. Y cultivada. Si llegabas a conocerla bien, te enseñaba el juego de escritorio que le había regalado su padre antes de la guerra. Todavía estaba dentro del film de plástico. Ella escribía en los mismos terminales subvencionados de bajo coste que utilizamos todos, pero a veces compraba papel al buhonero (también le compraba esos libros amarillentos y casi desencuadernados) y junto al inmaculado juego de escritorio había un bolígrafo de caña de plástico y un enorme montón de hojas garabateadas. Eran palabras al azar: Helena solo practicaba su caligrafía. Y no es que no tuviese nada interesante que escribir. Era capaz de conmoverte solo con darle el orden adecuado a unas cuantas palabras corrientes y aburridas. Podía describirte personas que no existían, lugares que no había visto, y por un momento, con solo mirarla a los ojos, era evidente que amaba aquello que estaba imaginando. Que no había nada más en el mundo, en su mundo.

El modelo de dron que la mató se llamaba Kashmir. Lo bautizaron así por su capacidad aturdidora. Antes de disparar provocaba una detonación química similar a la de las granadas aturdidoras del siglo pasado: un brutal fogonazo de luz capaz de inutilizar temporalmente la retina, acompañado de algo menos de doscientos decibelios. Después disparaba proyectiles de treinta milímetros con precisión de cirujano. Llevaba tiempo fuera de uso, estaba obsoleto. Como todas las demás, la unidad que mató a Helena aquella tarde debería haber sido desactivada remotamente por los fabricantes. Eso especificaba su contrato con el gobierno corporativo.

—Se me ha olvidado ir en bicicleta —dijo una madrugada de verano, tumbada entre los brezos secos, su piel desnuda cubierta de sudor y hojarasca—. Me caería al suelo a los dos metros.

—La bicicleta no se olvida. Aprendes una vez y ese conocimiento te acompaña siempre.

—Pues yo sabía y ya no sé —se arrellanó y miró el cielo estrellado entre los arbolillos sin hojas—. Hay más cosas que no se olvidan. Que te acompañan siempre. Ojalá esas cosas se me olvidasen también. Ojalá se fuesen a la mierda, y también la puta guerra. Ojalá se muriesen todos.

—Murieron muchos.

—Ya lo sé —le brillaron los ojos—. De eso tampoco me olvido.

Y se vistió. Y no habló más hasta que se hubo sacudido todas las ramitas y las hojas secas del uniforme de trabajo. 

—De todas maneras no me refería a ellos. 

—Sé a quiénes te referías.

Pero Helena habló de todas formas. Siempre decía lo que se había propuesto decir, como si tuviese miedo de que las palabras pudieran quedársele dentro y consumirla como un fuego griego.

—Me refiero a los hijos de puta que no murieron ni sufrieron en la guerra. Aquellos que la provocaron en la sombra. Los que perdieron, los que ganaron, da igual, todos han salido mejor parados de una manera o de otra. Los que ganamos, los que perdimos... todos vivimos en un mundo un poco peor. Un poco más vacío. Un poco más frío. Cada vez menos humano, signifique lo que signifique eso.

Los chavales del pueblo dimos caza y derribamos el dron. He intentado olvidar a Helena desde entonces, sin éxito. Es gracioso, no he vuelto a ir en bicicleta. Me pregunto si me acordaré de cómo mantener el equilibrio, cómo pedalear sin caerme de lado. Quizá lo de que no se olvida sea una frase hecha, una de esas excepciones que confirman la regla del saber popular. Quizá lo haya olvidado. Quizá sea posible. Ojalá sea posible; ojalá pueda haber borrado esa información de mi memoria. Si eso es posible, a lo mejor también es posible olvidar otras cosas, cosas dolorosas. 

Pero mientras tanto me acuerdo de ella a regañadientes y me regodeo en el dolor que me causa. Ella fue la última víctima de la guerra. 

Ojalá lo siga siendo. Ojalá no me fallen las fuerzas.


sábado, 9 de mayo de 2015

El rayo verde en el ocaso, de Sergio Mars



Texto de contraportada (Grupo AJEC):

El rayo verde es un peculiar fenómeno óptico que se produce cuando la luz de sol saliente o poniente se refracta en las capas inferiores de la atmósfera Nunca ha sido fotografiado un destello de pura luz esmeralda cuando sale disparado hacia el cielo desde el lugar preciso en que se ha hundido el sol. Algún día la ciencia será capaz de explicarnos con todo lujo de detalles cómo se produce este milagro, y su explicación no le restará un ápice de majestuosidad ni de misterio, porque las respuestas de la Ciencia tan sólo abren nuevos y fascinantes interrogantes. 
Mientras tanto, podemos especular a ésa y otras explicaciones; explorar el abanico de posibilidades —y peligros— que se despliega a nuestros pies: ingeniería genética, nanotecnología, universos cuánticos, exobiología... Podemos anticipar con impaciencia las maravillas que nos aguardan y sobrecogernos por futuros que tal vez no lleguen a materializarse.
En esta antología de relatos de Sergio Mars disfrutaremos de relatos que exploran todas esas posibilidades, e incluso algunas más; se incluye además la novela corta “Cuarenta Siglos Os Contemplan”, mención especial en el Premio UPC 2006.

Se abre el telón y aparece una antología de ciencia ficción. Dura. A unos cuantos locos nos brillan los ojos de anticipación, y el resto murmuran entre sí. Algunos creen que la ciencia ficción es algo así como la mala space opera de los cincuenta, algo como Barbarella. Una sucesión de disparates ridículos en el espacio, en lugar de lo que de verdad es: especulación. Otros, que eso de «dura» no promete nada bueno. Que habrá explicaciones científicas, y que por lo tanto el libro será tedioso. Porque una importante parte de la gente cree que la ciencia es aburrida. Porque podemos escuchar explicaciones complejas sobre armamento en una novela negra, sobre arquitectura en una novela histórica o sobre la roturación de los algodonales de Louisiana en una novela romántica, pero utilizar la palabra fotón en una novela con viajes hiperlumínicos, ¡ay! eso, amigos, ya es pasarse.

Mismo telón de antes. Misma antología de ciencia ficción. Dura. De entre bastidores sale el autor, y tiene el atrevimiento de ser español. A los cuatro locos a los que nos brillaban los ojos nos cambia la cara. Vaya decepción... Porque claro, si de entre los siete mil quinientos millones de trogloditas con corbata que hay en el mundo, solo un puñado han sabido sentarse y escribir una historia decente de ciencia ficción dura, ¿qué me hace pensar que uno de ellos va a ser mangoneado por el mismo gobierno que yo? Y no es solo que la proporción resto del mundo / Jabugolandia vaya a setecientos cincuenta contra cuatro; es que además tenemos precedentes. Unos precedentes de mierda. Que sí, que gustos hay para todo, pero aquí todos hemos sufrido por igual el guión de Farmacia de guardia y tantas otras, todos hemos vivido el boom de internet y hemos podido comparar a Antonio Resines y su escobilla de váter con los aspavientos de James Gandolfini. Y que nadie se extrañe cuando entre los Serrano y los Soprano, no es que elijamos a los de fuera: elegimos a los buenos. Pero de nuevo, ahí está el quid: nosotros hemos podido comparar. De unas pocas décadas a esta parte hemos tenido más y más oportunidades de descubrir lo terrible y nefasta que ha sido la cultura generalista española gracias al gallego tapón y a todo lo que dejó atado y bien atado. Hemos abierto para todos un torrente cultural que antes era un riachuelo del que bebía una minoría. Y aprovechando que el Támesis pasa por Pisuerga, que llueven rosquillas del cielo y que cada vez más canis leen Juego de tronos (una de estas afirmaciones es cierta, aunque pocos habríamos acertado cuál hace unos años) ya va siendo hora de que estas generaciones que han aprendido y aprehendido la cultura internacional y una nueva y pujante cultura propia pergeñen sus propias historias (esto ya se hacía) y (esto otro no) sean escuchados como merecen.

Por suerte cada vez es menos necesario andar por ahí partiendo lanzas. Pero es que esto es ciencia ficción. Dura. De un español. Así que ahí va, para uno de los (pocos) casos meritorios que he encontrado: [inserte aquí el sonido del patético intento frustrado de partir un listón de madera].


Rayos, navegación y sense of wonder
El título de este libro me hace pensar en mis lecturas de niñez, en cómo devoraba todos los libros de Julio Verne que se cruzaban en mi camino. El rayo verde no era precisamente uno de los más divertidos, al menos no cuando tienes ocho años; y sin embargo el recuerdo viene con un relente de nostalgia. Se me ocurre que tal vez a algunos lectores se les haya hecho denso El rayo verde en el ocaso, de Mars, como a mí se me hizo denso en su día El rayo verde de Verne. Y aunque me los imagino recibiendo de mala gana los tecnicismos o los párrafos de descripción, también creo que habrán podido extraer el sentido de la maravilla, el vértigo controlado de la anticipación racional y la catarsis de lo natural de la obra de Sergio del mismo modo que mi yo de ocho años se las apañó para extraer de aquel otro libro la pasión por la aventura y el descubrimiento, ese anhelo del humanista a la carrera tras el conocimiento universal.

Por suerte, creo que esta gente a la que el libro que nos ocupa le resultará denso es minoría. Como en toda buena novela de cifi hard, la ciencia acompaña y da rigor, pero no es la protagonista. Está al servicio de la historia, y no al revés. Así la especulación de las historias de Sergio adquiere unos matices ricos y polifacéticos, como debe ser la prospectiva desde que vivimos la new wave de los 70. La ciencia nos da rigor, la racionalización de lo imposible nos da el sentido de la maravilla, y la especulación humana nos da un punto de vista, o casi mucho mejor, una invitación a reflexionar sobre el estado presente y el devenir del sistema económico, del corporativismo, la publicidad, la exploración... del lugar que ocupan en el gran organigrama de las cosas la conciencia colectiva y la individual, la sociedad y la civilización.

Así somos los amantes de la ciencia ficción, nos gustan las cosas sencillas.


Una antología de ideas
A pesar de la falta de corrección del texto (pequeño tirón de orejas al autor, grandísimo tirón a la extinta editorial) hay dos grandes razones para leer esta antología. Primera: cada una de estas historias ha nacido a raíz de una idea. Esto, que puede sonar baladí, no es tan frecuente como podría parecer e implica que ninguna de estas historias será un paseo del punto A al punto B, una distracción plana y sin contenido. Al contrario, da la sensación de que el autor se ha sentado a teclear con algo que contar, algo que aportar. Y eso se nota. Segunda: el nivel de calidad de las historias alcanza el estándar internacional. Esto no debería ser sorprendente ni digno de mención, pero seguro que todavía lo es para muchos, igual que lo era hasta hace poco para mí.

Así que los que dudéis de esto mismo, de la calidad de autores de este género en castellano, os aconsejo que os hagáis con ella (a los que no dudéis no os tengo que convencer, ¿no?). Hace unos años que se publicó en la desaparecida AJEC pero sigue por ahí. Además, y a pesar del rechazo educado que me siguen causando estas cosas, el autor ha autoeditado recientemente la novela corta con que cierra la antología y que no tiene ningún desperdicio: una de las mejores obras del libro.

Ya lo sabía por los pocos relatos suyos que había podido leer en publicaciones como Calabazas, pero me alegra confirmarlo y en el terreno que a mí me gusta: definitivamente un autor de ciencia ficción (y mucho más) al que seguir.